Celeb Voluntariado Grecia 2018
Hay veces que te rindes. Que pones muchísimo empeño y esfuerzo en proyectos, ideas o trabajos que terminan más rápido de lo que empezaron o que, peor aún, te acaban destruyendo. Sientes que falta gente motivada y altruista. Te sientes sola… y para qué mentirnos, cuando me inscribí en el proyecto estaba en la fecha límite, mi vida era un poco caos y nunca pensé que me cogerían. Incluso se me había olvidado que había mandado la solicitud cuando recibí un correo en el que me pedían que les enviara mi curriculum y mi carta de motivación. Eso sí, no dudé un segundo, me puse a trabajar en ello y los envié.
En Grecia, nunca, desde la primera dinámica de grupo hasta el último abrazo, incluso hoy, escribiendo esto en mi cuarto sin otra compañía que mi perro; me sentí sola. A través de los ejercicios para presentarnos y romper el hielo, conocí a la que sería mi pequeña familia en las siguientes cuatro semanas. Una familia diversa, muchísimo más de lo que creerías, pero un grupo tremendamente unido y motivado. En común solo teníamos una cosa: las ganas. Las ganas de aprender, de abrir nuestra mente a nuevas experiencias, las ganas de colaborar, de trabajar en equipo, de hablar, conocernos a nosotros mismos y a los demás, y, sobre todo, muchísimas ganas de escuchar y de ser oídos.
El proyecto en el que me embarqué era un proyecto de pesca sostenible. Aprendí tantas cosas… y la mayoría nada tenían que ver con la pesca sostenible. Aprendí a hablar menos y escuchar más, a descubrir y empoderar las habilidades de mis compañeros, a ver la belleza en cosas tan simples como hacer un flash mob en mitad de una plaza o a admirar las sonrisas que te regalaban los pequeños en los concursos de castillos de arena y en los juegos tradicionales. Aprendí a disfrutar de esos nervios que nos entraron justo antes de tener que salir y representar a España bailando canciones de Marisol, de Conchita Velasco o de Los del Río delante de más de cien personas. Mi nueva familia me enseñó a querer madrugar para ir al mercado del pueblo los miércoles para comprar fruta y verdura rica. A disfrutar del café de la tarde en alguna de las casas de los voluntarios de largo periodo mientras planeábamos mil y un viajes por Grecia. Aprendí también a organizarnos para cocinar tortillas para todo quisqui con una única cocina, a despreocuparme por tener el pelo lleno de arena y a beber calimoxo.
Pero, sobre todo, aprendí a aprender. En un mundo lleno de meritocracia, aprendí que a veces un papel es necesario, pero no lo es todo. Aprendí a que hay mil maneras de desarrollar tus habilidades sin tener que ser a través de la formación formal. Me encontré en un proceso de crecimiento personal y profesional. Desarrollé competencias que no creí que tuviera, mejoré aquellas en las que sabía que era buena y descubrí cuáles no se me daban tan bien. Y también enseñé.
Es increíble cómo, sin comerlo ni beberlo, me vi envuelta en un ambiente tan enriquecedor que sentías que podías conseguir todo lo que te propusiese. Puedes tacharme de idealista o creerlo utópico, pero me han pedido que te cuente cómo me lo pasé y decirte lo contrario sería traicionar a la verdad, aunque sea mi verdad.
Un consejo: hagas el proyecto Erasmus que hagas, sea un voluntariado de corto tiempo o uno de largo, el proyecto es una vida entera resumida en 1,2,4,6 meses o un año. Una vida que se desarrolla en primer plano donde conocerás a muchísima gente y aprenderás un montón, mientras la vida y la gente que dejaste atrás continúa en otro sitio y a otro ritmo.
Ninguna de las dos vidas espera, pero créeme que el proyecto es la más impaciente e intensiva de todas. En ella vivirás muchísimo y todo se te pasará volando. Muy rápido. Y llegará un día en el que te sientes delante de la maleta abierta y te preguntes que si cerrándola, no estarás acabando también con una de tus mejores aventuras.
Lo más bonito, en mi opinión, es que la persona que lo empieza nunca es la misma que lo acaba. Te cambia totalmente. Rompe con prejuicios, abre tu mente, te hace entender que las cosas no son negras o blancas y que salir a tomar algo un martes por la noche no es muy buena idea si el miércoles tienes que madrugar o que los gyros también pueden ser vegetarianos. Y es que, cuando vuelvas a casa, te darás cuenta de que algo ha cambiado, que la gente ya no parece la misma (incluso pensarás que a algunos les falta un poco de mundo), que los sitios ya no lucen igual, que la vida ha seguido. Pero no son ellos, eres tú. Tendrás que volver a subirte a ese tren vaya a la velocidad que vaya, sin perder el ritmo y lo aprendido en tu estancia fuera.
Sólo te puedo decir una cosa: si te estás planteando hacerlo o que tus hijos lo hagan, hazlo o déjalos. Si tienes la posibilidad, no te lo pienses dos veces. Jamás te excuses con que «ahora estás bien como estás, en tu casa, con tu gente». Sal de la zona de confort.
Vive la experiencia, anda. Sumérgete en esa vida.
Once Erasmus, always Erasmus.